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切·格瓦拉 MI HIJO EL CHE
作者: 来源:文国网 发布日期:2009-04-01 浏览次数:

MI HIJO EL CHE

Por Ernesto Guevara Lynch*

EN VIAJE

EL 6 de enero supe, por intermedio del doctor Beruff, que un avión enviado, según decían, por el comandante Camilo Cienfuegos, debía transportar a mi familia a La Habana, junto con algunos exilados cubanos.

Comenzamos apresuradamente a prepararnos para viajar. Un mes antes no hubiera soñado con hacer este viaje, y ahora teníamos que apresurarnos porque el avión acababa de salir de Cuba con destino a Buenos Aires.

En representación de nuestra familia íbamos a viajar Celia y yo, con mi hija Celia y mi hijo Juan Martín. Mis otros dos hijos, Roberto y Ana María, no podían hacerlo porque sus ocupaciones no se lo permitían.
Y llegó la hora de la partida. (…)

Pocos minutos después nos despedíamos de los amigos y familiares. Tomamos altura sobre nuestra ciudad y pronto enfilamos hacia Mendoza. El cruce de la cordillera se hizo de forma impecable. Yo la conocía bien por haberla cruzado en parte a lomos de mula cuando sólo tenía veinte años. Ahora, en breves minutos, recorrimos lo que antes tardé varios días en hacer.

Aparecían bajo las alas del avión lugares que inmediatamente reconocí. Y dejamos atrás, con sus cimas nevadas, el Tupungato y el Aconcagua; y minutos después el avión tomaba tierra en el aeropuerto de Santiago de Chile, donde nos esperaban muchos periodistas y curiosos.

Almorzamos en el mismo aeropuerto y levantamos vuelo enseguida. Yo no había efectuado nunca un viaje tan largo en avión. Mientras pensaba en Ernesto, en la gran suerte que había tenido, en lo contento que estaría en La Habana y en todo lo que íbamos a presenciar allí, me entretenía viendo deslizarse bajo las alas del avión esta nueva geografía que no conocía.

Ya de noche, volábamos sobre Perú, y a la madrugada unas cuantas sacudidas nos hicieron saber que el avión aterrizaba. Estábamos en el aeropuerto de Quito. Salimos fuera del avión. Allí hacia un calor insoportable. Estuvimos cuatro horas y después supe que esa demora obedeció a que estaban tratando de arreglar el tren de aterrizaje. El pasaje no estaba enterado. A las seis de la mañana partimos nuevamente y poco después pasábamos a más de veintidós mil pies sobre el canal de Panamá.

Hubo un instante en que desde nuestra nave se divisaban los dos océanos, el Pacífico y el Atlántico. Abajo, una línea quebrada indicaba el canal y unos puntitos negros los barcos navegando. A los costados, puntitos rojos mostraban los techos de algunos chalets. Poco después volábamos viendo sólo agua y nubes.

Cerca del mediodía la azafata, usando los micrófonos, recomendó ajustarse los cinturones, diciendo que dentro de quince minutos llegaríamos a Rancho Boyeros, aeropuerto principal de La Habana. Hasta aquí habíamos volado con mucha visibilidad, pero ahora el cielo se había cubierto y espesas nubes impedían ver el suelo. El avión comenzó a volar describiendo grandes círculos. Ya habían pasado los quince minutos y pasaron veinte, y treinta y el avión seguía haciendo giros. Todo el pasaje comenzó a inquietarse. La azafata no dijo nada más. Yo divisé por entre las nubes, en algunos de sus huecos, unos techitos colorados. De pronto, en un gran claro que se hizo, se zambulló nuestro transporte y segundos después tocábamos tierra sin ningún inconveniente.

Apenas pusieron la escalerilla, salté del avión y poniendo una rodilla en tierra, besé suelo cubano.
LA LLEGADA

Inmediatamente nos rodearon unos cuantos soldados barbudos, con sus uniformes bastante sucios y armados con fusiles o ametralladoras. Vinieron los saludos de rigor y, apresurados, nos dirigimos al interior del aeropuerto, en donde Ernesto nos esperaba. Tengo entendido que quisieron darle una sorpresa y sólo supo nuestra llegada minutos antes.

Mi mujer corrió a sus brazos y no pudo contener el llanto. Un montón de fotógrafos y cámaras de televisión registraron la escena. Poco después abrazaba a mi hijo. Hacía seis años que no lo veía. (...)

CONVERSACION CON ERNESTO

Fueron para nosotros unos días Inolvidables. Veíamos a Ernesto todas las veces que él nos lo permitía, o mejor dicho, que sus ocupaciones le permitían poder charlar con nosotros. Pero él siempre encontraba un momento para poder hacerlo.

Una tarde Ernesto fue a visitarnos a nuestro hotel. Aproveché la oportunidad y le pedí que se encerrase conmigo en una habitación. Quería hablar a solas con él, sin que nadie nos molestase. Otras veces había querido hacerlo, pero siempre andaba ocupado, cumpliendo órdenes o zarandeado por sus ocupaciones.

Entramos en la habitación y se sentó muy tranquilo. Había cambiado mucho. Cuando se fue parecía un imberbe, y ahora una barba rala le cubría parte de la cara. Estaba muy delgado y quemado por el sol. Hablaba pausadamente, pero sus ojos eran sus mismos ojos de siempre, escrutadores, burlones. Antes solía apurarse para hablar, las ideas se le amontonaban y no tenía tiempo para expresarlas, y entonces solía charlar nerviosamente y a veces se tragaba las palabras. Ahora lo veía frente a mi, más aplomado; meditaba antes de contestar, cosa que nunca hizo. Le pregunté qué iba a hacer con su medicina.

Me miró de soslayo, se quedó pensando un momento y luego, esbozando una sonrisa, me contestó.

-¿De mi medicina? Mirá, viejo, como vos te lIamás Ernesto Guevara como yo, en tu oficina de construcciones colocás una chapa con tu nombre y abajo le ponés MEDICO y ya podés comenzar a matar gente sin ningún peligro.

Y se reía de su chiste.

Yo insistí en la pregunta y entonces, poniéndose serio, me contestó:

-De mi medicina puedo decirte que hace rato que la he abandonado. Ahora soy un combatiente que está trabajando en el apuntalamiento de un gobierno. ¿Qué va a ser de mí? Yo mismo no sé en qué tierra dejaré los huesos.

No comprendía cabalmente lo que me decía Ernesto. Acababa de entrar triunfante con el ejército revolucionario en La Habana. Esperaba que me dijese que allí se quedaría algún tiempo para hacer tal o cual cosa, pero Ernesto me contestó que no sabía qué sería de él.

Nunca olvidaré esta frase, porque en su contenido está el enigma que tanta gente ha querido descifrar con respecto a su desaparición de Cuba y su aparición en lejanas tierras como combatiente. Hablamos después de cosas familiares. Le dije:

-Che, viejo, vos ya te has dado el gusto. Saliste por esos caminos del mundo y los has trotado durante seis años; ahora me toca a mi. ¿Por qué no te volvés a la Argentina, te hacés cargo de la familia y me das a mi un fusil viejo para tirarme al monte?

El se reía. En las horas que estuvimos hablando repasamos muchos viejos episodios familiares y nos pusimos al día en cuanto a noticias nuevas.

Yo lo veía como un hombre distinto. Me costaba reconocer en él al Ernesto de mi casa, al Ernesto cotidiano. Parecía flotar sobre su figura una tremenda responsabilidad. No era mise en scene, nunca la supo hacer. Para comprender todo esto que entonces no comprendía, desgraciadamente he necesitado que pasara mucho tiempo y pasar muchas horas reflexionando.

Ernesto, a su llegada a la Habana, ya conocía el fin de su destino. Tenia conciencia de su personalidad y se estaba transformando en un hombre cuya fe en el triunfo de sus ideales llegaba al misticismo.

Pero su manera de ser con nosotros no había cambiado. Fue muy cariñoso en todo momento con toda la familia.

ERNESTO SE PRESTA A UN REPORTAJE

Los diarios, la mayoría de los cuales hablan sido batistianos, venían plagados de noticias. Naturalmente ahora habían cambiado su postura política, tratando de fraternizar con aquella revolución.

Desfilaban por sus páginas Infinidad de personajes revolucionarios a los cuales se les hacían reportajes. Allí pude enterarme de muchos actos heroicos efectuados por algunos de ellos a quienes conocía a través de los partes de guerra llegados a Buenos Aires desde el Comité 26 de Julio de Nueva York.

En un periódico de La Habana se publicó una entrevista al entonces comandante Ernesto Che Guevara. El periodista, entre otras preguntas, le hizo la siguiente:

-¿Cuál fue, comandante, el momento más emocionante de su vida de guerrillero?

Ernesto contestó sin vacilar: -Cuando oí la voz de mi padre en el teléfono, que hablaba desde Buenos Aires. Hacía seis años que yo estaba ausente de mi país.

Me emocioné al leer esta publicación. Comprendí cuál debió de haber sido la decisión de Ernesto que lo impulsó a llevar hasta el fin su permanencia en una guerra por la liberación de uno de los pueblos oprimidos de América. Y este pueblo no era el suyo, sino un pueblo hermano.

Tantos años de separación habían cortado un poco la comunicación entre mi hijo y su familia. Ahora las palabras de Ernesto, precisas y casi secas, denunciaban el inmenso cariño que siempre nos tuvo; no obstante ello, había dejado una hija, mujer, padres, hermanos y amigos para entregarse totalmente a una causa que él creía justa.

UN RELATO DEL CHE EN EL CUARTEL DE LA CABAÑA

Estando en el cuartel de la Cabaña, donde él era jefe en el año 1959, me contó, hablando en general de los episodios de la guerra, muchos relatos concernientes a ella. Le pregunté:

-Decime, Ernesto, ¿cuál fue el momento en que te viste más en peligro durante la invasión a Cuba? Me miró sonriendo y me dijo:

-Cuando vi más cerca de mi la muerte fue en Oriente, en una loma de la Sierra Maestra; yo estaba al frente de una guerrilla y hostilizaba al comandante Sánchez Mosquera. Vos sabés que éste fue uno de los hombres más feroces de aquellos que estaban al servicio del ejército de Batista. Cumpliendo una misión de atacar y retirarme, "cuando quise hacerlo, un tremendo ataque de asma me volteó. Viendo que no podía correr, me tiré al suelo y ordené a mi gente que se dispersase y me dejasen solo. Tuve que repetir la orden porque nadie quería moverse, pero al fin lo hicieron. Uno de ellos, un muchacho joven, se escondió muy cerca de donde yo estaba y sin que yo supiera esperó para ayudarme. Pasaron las horas, el chico se hizo presente, yo lo reté, pero ya no lo podía mandar de nuevo al campamento porque me daba cuenta de que las tropas de Sánchez Mosquera estaban batiendo el cerro por todos los costados, con la esperanza de hallarme. Nunca supe cómo lo supieron, pero en el frente enemigo ya se conocía el hecho de que no hubiese regresado al campamento.

"Sin hacer el menor ruido, junto con mi compañero, nos quedamos escuchando cómo la gente de Batista revisaba palmo a palmo todo el monte y así pasaron las horas y también un par de días. Yo tenía un ataque tan fuerte de asma que creía entonces morir víctima de éste. Se me había acabado el calmante que echaba en mi vaporizador y estaba prácticamente a merced del ataque asmático.

“Bueno -me dijo después-, en ese instante creí que no volvía más al campamento, pero no por causa de las balas enemigas, sino porque el asma acabaría conmigo, pero afortunadamente aquélla fue aflojando y algunas horas después, ayudado por mi acompañante, con toda precaución, pude retirarme hasta lograr salir del cerco y llegar al campamento donde me esperaban".

VIAJE FRUSTRADO

Cuando llegamos a La Habana llevábamos poco dinero. El viaje fue apresurado y sólo teníamos escasos dólares.

Nos habían puesto un automóvil a nuestra disposición con un soldado que hacía de chofer, pero Ernesto había dado orden terminante de que la gasolina la pagáramos nosotros y no el gobierno. La gasolina costaba muy cara y se pagaba en dólares. Saqué la cuenta y llegué a la conclusión de que no íbamos a poder estar mucho tiempo usando ese "carro".

Yo tenía interés en conocer toda la Isla y, especialmente, en hacer el mismo recorrido que había hecho el ejército revolucionario desde su desembarco en Las Coloradas. Quería pasar por Pilón, La Plata, Uvero e internarme en la Sierra y conocer todos los lugares donde se habían desarrollado combates. A Ernesto la idea le pareció magnífica y me expresó: "Pongo un Jeep a tu disposición, con un soldado que ya hizo todo ese recorrido, pero eso sí, tenés que pagarte la gasolina y la comida". Para mi esto era imposible y tuve que dejar pasar esa oportunidad.

Sólo diez años después, en 1969, cuando viajé nuevamente a la Isla, hice todo ese recorrido, en Jeep, en avión, a caballo, en mula y a pie. Pero habían pasado ya muchos años y era muy difícil reconstruir los sucesos. La mayoría de los pobladores ya no estaban allí, y los que quedaban, poco querían hablar de ello. Y de lo que fueran construcciones para viviendas y cuarteles, poco era lo que quedaba en pie.

ERNESTO DIRIGE LA PALABRA A LOS OBREROS

Una tarde asistía a una conferencia anunciada en un local obrero, donde haría uso de la palabra el comandante Che Guevara. El local estaba atestado de gente, la mayoría vestida de uniforme y otros con ropas de obreros.

Nunca habla oído hablar a Ernesto en público. Él no sabía que yo estaba. Habló cerca de dos horas expresando sus ideas con claridad y exactitud, y en un tono de voz mesurado. No usó la mímica ni el ademán y con las manos apoyadas sobre el pupitre habló como si lo hubiese estado haciendo consigo mismo. Hizo un análisis profundo de los principios de la Revolución Cubana.

Ya Ernesto se perfilaba como un estadista.

LA PARTIDA

Cuando llegué a la Habana le mostré a Ernesto el reloj de pulsera que tenía en la muñeca. -¿Te acuerdas? -le dije.

-Si -me contestó- el reloj de abuelita y me lo vas a regalar.

El quería mucho a su abuela. Ella tenía un viejo reloj de oro; en su tapa delantera llevaba una circunferencia que permitía ver el círculo horario. Era un reloj de los que usaban las señoras hacía setenta años. En la contra tapa tenía sus iniciales. Lo llevaba siempre pendiente de una cadenita. El reloj era precioso. Cuando murió mi madre, mi familia me lo regaló y yo hice de él un reloj de pulsera.

-Cuando me vaya -le dije- te lo dejo.

Había llegado la hora de la partida. Mis ocupaciones en Buenos Aires me llamaban. De repente decidí el viaje. Le avisé telefónicamente a Ernesto que me embarcaba esa noche. Fue a despedirme al aeródromo en compañía de Raúl Castro. Allí estuvimos hablando de cosas banales, como suele suceder cuando uno tiene que despedirse de alguien que quiere y que no sabe si volverá a ver.

La Revolución había triunfado, pero la lucha seguramente no había terminado. Si bien ya no se combatía con tropas regulares, yo sabía que la Isla no estaba pacificada y además pensaba preocupado que estos dirigentes cubanos eran muy descuidados. Se mezclaban entre la muchedumbre cuidándose poco o nada.

Ernesto detestaba la escolta y siempre que podía se les escapaba. Los propios escoltas me lo contaron. Pero era muy difícil llevarle la contra. Cuando quería andar solo, los dejaba atrás. Pero teniendo en cuenta que la Revolución iba a perjudicar grandes intereses de cubanos y extranjeros, había que pensar que también aquellos intereses buscarían el medio de perpetuarse. Y el medio más fácil era la eliminación de los jefes de la Revolución.

Habíamos estado un mes en Cuba. ¡Habíamos visto tantas cosas distintas! y habíamos pasado por bellísimos lugares y captado el desbordamiento de un pueblo que se sentía liberado. Nosotros en aquellos pocos días nos habíamos contagiado de esa euforia del pueblo cubano. También a nosotros, al principio, nos parecía fácil el camino que tenían por delante los revolucionarios. Pero, meditando nuevamente sobre este tema, se llegaba a la conclusión de que la lucha con las armas en la mano iba a convertirse ahora en una ardua lucha sin tregua y de todo orden para poder lograr su independencia aquella pequeña república que estuvo hasta ayer dominada política y económicamente por el gran coloso norteamericano, del cual la separaban ochenta millas.

En el aeródromo de Rancho Boyeros una gran cantidad de gente esperaba la salida de los aviones. Era un público internacional. Alguien que estaba entre ellos comenzó a mirar a Ernesto y descubriendo quién era, con paso rápido se acercó a él y preguntó:

-¿El comandante Che Guevara? Ernesto asintió con la cabeza, y el desconocido dijo en perfecto lenguaje porteño:

-Permítame, comandante, que un compatriota le estreche la mano.

Ernesto sonrió sin decir palabra y alargó su mano.

Nuestro compatriota buscó una libreta en sus bolsillos y sacándola la ofreció a Ernesto, diciéndole: -Por favor, ¿me firma un autógrafo?

Ernesto, mientras se volvía dándole la espalda, le contestó:

-No soy artista de cinematógrafo.

Ahora estaba frente a Ernesto y debía despedirme.

-Aquí tienes el reloj de tu abuela -le dije, y me lo quite dándoselo.

Tomó mi reloj y sacándose de la muñeca el suyo, me lo entregó y me dijo:

-Guárdalo como recuerdo, este reloj me lo dio Fidel Castro el día que me nombró comandante, después de un combate.

Lo coloqué en mi muñeca. Nunca me he separado de él.

Pocos minutos después, empezaba el avión a corretear sobre la pista de Rancho Boyeros y en breves segundos de La Habana sólo quedaba un montoncito de luces titilando allá abajo.

Me iba muy triste. Había llegado eufórico y contento y ahora comprendía que la separación con Ernesto debía ser larga. Yo tenía mi trabajo en Buenos Aires y Ernesto sus obligaciones aquí.

Unos instantes más y habíamos dejado Cuba envuelta en la oscuridad.

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